dijous, 5 d’agost del 2010

De los amores negados. ÁNGELA BECERRA


Había comprendido que la vida era un continuo inspirar y espirar, y que en medio de ese inspirar y espirar estaba aquel vacío donde era posible paladear el yo más profundo. Había aprendido que todo el universo llevaba un armónico y perfecto ritmo. Un ir y venir constante, un tiempo, y que cuando ello era violentado, el ciclo del devenir se rompía, produciendo dolor.[...]

Era dejarse ir, sin tratar de evitar las turbulencias, pues ese acto de retención, en lugar de combatirlas, las reforzaría. Le dijo que lo importante no era correr tras la felicidad, sino mantener el espíritu limpio, abierto y ligero a lo inesperado.[...] Era en la sensibilidad donde residía la base de la armonía.

Y allí había aprendido que la gran meditación era vaciar la mente en silencio de la respiración. La oración de la contemplación; la búsqueda de la nada interior a través del silencio. [...] allí había entendido que el gran vacío era la felicidad más llena.

La curación de esa dolencia era sencilla, siempre cuando la paciente tomara conciencia de su valía como ser humano. La mayoría de los casos que pasaban por su consulta se debían, simple y llanamente, a la falta de amor a sí mismo y al poco conocimiento de su sentir más íntimo. [...] Había tanta castración emocional, tanta desigualdad afectiva, que el mundo estaba corriendo el riesgo de perderse por falta de amor propio. No se había educado a las personas sentimentalmente. Se enseñaba a sumar, a restar, a multiplicar, a dividir, a leer y escribir, a comportarse en la mesa, a ir al baño, pero a amarse a sí mismo, a respetarse y ejercitar ese amor, a igualar la emoción y el sentir, tanto en hombres como en mujeres, a eso nadie enseñaba.